No era una noche especialmente fría, al menos no todo lo fría que podría ser en la costa del Mar del Norte.
Dos figuras encapuchadas esperaban en un cabo que entraba varios kilómetros en la costa, con las olas centelleando alrededor de ellos cada vez que chocaban contra el acantilado. Ambos llevaban una escoba en una de las manos, y la varita en la otra.
Uno de ellos se puso la varita en la boca y echó unos polvos encima de cada una de las escobas. Luego volvió a coger al varita e hizo dos encantamientos desilusionadores sobre ellos mismos y las escobas.
- Bien, durarán dos horas... El tiempo justo para llegar allí -miró a su compañero a través de la máscara que cubría sus facciones-. Sólo hay un problema. Son tres vigilantes en cada lado de la puerta de entrada, así que será necesario, en el cambio de guardia, hacer imperio y luego dejar a uno fuera de combate. Preferiblemente antes de que dé él la alarma de que se han olvidado de ponerla a tiempo. ¿Entendido?
Observó cómo el otro asentía lentamente.
- Perfecto.
Subio una pierta por encima de la escoba, se centró y le dio una fuerte patada al suelo.
El viento era más fuerte de lo que había pensado, y a medida que se internaban en el mar era más fuerte. El mortífago calculó que llegarían por los pelos si aceleraban más. Y así lo hicieron.
Cuando faltaban tan sólo 5 minutos para que el cambio de guardia y, por ende, de la desactivación de la alarma, avistaron la negra torre ribeteada por la luz de la luna.
En la zona de la puerta de entrada había un saliente de unos 10 metros de largo, con forma más o menos triangular. Daba lugar a un fallo de visión. Si se ponían en la marquesina más alejada de la puerta, los tres guardias no les verían ni oirían.
Ambos mortífagos descendieron y con cuidado se posaron sobre la marquesina. Guardaron las escobas en una bolsa de mokeskin agrandada mágicamente por dentro.